Por Inmaculada Idáñez, agricultora en La Cañada (Almería), responsable del Área de la Mujer de COAG y presidenta de la Confederación de Mujeres del Mundo Rural (CERES)
La autora de este artículo analiza la situación en que se encuentra la mujer rural en la que, si los días tuvieran 48 horas, aún no serían suficientes para cumplir y vivir
Hoy he bajado al banco. Tenía que pagar el recibo de la comunidad de vecinos y también a la comunidad de regantes. Me he encontrado con una amiga que me ha invitado a café. Allí hemos hablado de la posibilidad de apuntarnos a las clases de aquaerobic para los dos meses de verano. No sé si podré. La mujer que cuida a mi madre se va de vacaciones y tendré que estar todo el mes de julio yendo a hacerle la comida, la limpieza y estar más pendiente que durante el curso. Hemos dejado para más adelante la decisión.
Corriendo, he subido a casa a preparar la comida parando por el camino a comprar algunos enseres que necesitaba de cocina. Mientras se hacía el potaje, he dejado limpios los baños y también me he hecho la cena. A las 13:50 he salido corriendo a recoger a los niños al cole. Esta tarde tienen atletismo y conservatorio en la capital. Después de comer se han puesto con los deberes y yo a preparar meriendas para coger el bus a las 17 horas.
Mientras los niños están en sus tareas yo he aprovechado el rato en la biblioteca para pasar el acta de la última junta directiva de mi organización agraria a limpio porque mañana tengo que enviarla. Soy la secretaria desde hace 4 meses. Al volver al pueblo en bus hemos ido repasando el examen de mañana, hemos cenado y, con mi último aliento, he llamado a mi madre a ver qué tal está. Ni siquiera he mantenido una conversación digna con mi pareja. En el sofá, rendidos, nos hemos dado la mano mientras veía 20 minutos de una serie donde me he quedado dormida. Mañana será otro día.
Hoy, 8 de marzo, me levanto con la radio como siempre mientras tiendo la lavadora mañanera, preparo meriendas, plancho la ropa para el trabajo de mi pareja y contesto al whatsapp de la ejecutiva de mi organización agraria, donde los compañeros me felicitaban por el día de la mujer. Les comento que no se trata de ningún día de fiesta sino de reivindicación y algo me congela el corazón y me hace subir el volumen de las noticias. Una mujer política ha declarado que las mujeres lo que tenemos que hacer es salir a trabajar y demostrar que somos iguales que los hombres y estamos capacitadas para hacer las mismas tareas y así es como se conmemora el día de la mujer. Entonces, yo, invisible ante la sociedad, me he puesto un coletero violeta y me he declarado un año más en huelga por el 8 de marzo. Me voy a la asociación de mujeres de mi pueblo con otras “histéricas” como yo a hacer ruido y visibilizar esta impotencia muda que cuando estamos solas y aisladas nos hace ser pequeñitas. Porque digo yo, a ver hoy quien hace las labores administrativas del campo, quien recoge la casa, quien atiende a los niños y quien asiste a mi madre mientras yo estoy en huelga. ¿Quién sostiene este pueblo de 2.000 habitantes?, ¿las mujeres, los hombres, todos y todas en comunidad y reconociendo nuestro papel, el Estado o el Plan Estratégico de la PAC y el Reto Demográfico? Antes de apagar la luz después de un día de emociones, declaraciones, sororidad, empoderamiento y manifestación me he dado de bruces una vez más con la realidad. Una carta del banco me deniega el crédito que he solicitado para poner en marcha un proyecto de emprendimiento aprovechando unas naves agrícolas que heredé de mis padres. Al ser mayor de 45 años tampoco puedo incorporarme al campo como joven. No sé dónde voy a encontrar ingresos propios más allá de las pocas hectáreas familiares que gestiono de almendros. Pero bueno, estamos en el camino. La lucha rural será feminista… o no será.